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sábado, 24 de octubre de 2015

CONTRAFACTO

Hola. Me llamo Leo y tengo prejuicios.

Así empezó todo. Mi hermana me convenció para que asistiera a un taller de autoconocimiento, no porque tuviera ningún problema, solo por renovarme, abrir mi mente, probar algo diferente, según ella. Estaba seguro de que su invitación escondía algo más, algún reproche del tipo te dejas llevar por la ira, no sabes ponerte en el lugar del otro, nunca te quedas a solas contigo mismo porque te asusta. Lo peor es que tenía razón. Pero yo no quería reconocerlo. Y ella me lo hacía ver de formas sutiles como esta.

Hasta que conocí a Bibi en aquel taller. Porque no fue el contenido en sí lo que me transformó, fue ella, la manera de exponerlo, su voz cautivadora, sus estudiadas pausas y miradas perdidas para conmover, sus acercamientos para convencer, su ritmo al llevar la meditación, su personalidad me absorbió desde el primer momento.

Cuando nos repartió aquella hoja con unas instrucciones, yo no le presté mucha atención, embelesado en su forma de moverse por la sala, removido algo en mi interior. Pero tuve que leerlas, claro, de eso se trataba.

Cómo hacer desaparecer un prejuicio:

1. Busca un prejuicio en tu interior.

2. Reconoce el prejuicio y aíslalo.

3. Saca el prejuicio y sométete a él por un momento. Puedes dejárselo a alguien para que te lo aplique o pegarlo al espejo y mirarlo de frente hasta que te afecte, pero desde fuera.

4. Reflexiona sobre cómo te sientes.

5. Antes de que el prejuicio se escape y vuelva a colarse en tu cuerpo, agárralo fuerte y machácalo. Puedes pisotearlo, meterlo en la trituradora, pasarlo por el destructor de documentos... Tú eliges.

6. Comprueba que está hecho añicos, cuanto más hecho polvo quede, mejor, para que no se recomponga.

7. Sóplale.

8. Haz esto periódicamente con cada uno de tus prejuicios.

9. Ahora ya estás preparado para salir a relacionarte con los demás.

La verdad, me parecía una absoluta tontería el ejercicio que nos había mandado Bibi, más aún cuando salí de la sesión y ya no me encontraba bajo el influjo de su voz. Había quedado con unos amigos a tomar unas copas, no volví a pensar en el asunto.

Sin embargo, a mitad de noche me desvelé. Empecé a dar vueltas en la cama, me levanté ya totalmente espabilado y encontré el folio en la mesa de la cocina, al lado del vaso de agua que iba a llenarme, como apelando a mi responsabilidad, pues a la mañana siguiente debía volver al dichoso taller.

Cogí la hoja de instrucciones y fui al baño, a ponerme delante del espejo, como un idiota. Mentalmente, me puse a revisar mi interior intentando buscar lo que pudiera considerarse prejuicio, por supuesto yo pensaba no tener ninguno.

Y de pronto, uno de los muchos prejuicios que albergaban en mí me avisó desde el espejo, oye, sé lo que pretendes, ni se te ocurra agarrarme, no vas a poder conmigo. Empezó una ardua lucha entre el prejuicio y yo, me cogió por el cuello del pijama como un matón, se apropió de mi idea de triturarlo en la destructora de papel. Se me ocurrió que solo podría vencerlo disimulando. Así que me dejé hacer y cuando mi prejuicio ya sonreía maliciosamente su victoria, yo quise jugar mi última baza, dejar de pensar en él para que desapareciese. No sé dónde había escuchado la efectividad de esa técnica. Mas, al dejar de pensar, fui yo el que desapareció.

¿Eso es lo que somos?, ¿nuestros prejuicios?, ¿pensamiento? - pregunté a mi profesor de filosofía cuando terminó de leer el relato. 

- No estoy aquí para darte respuestas, sino para meterte en las preguntas.

CDR

martes, 20 de octubre de 2015

CONTRA EL OLVIDO

Ya inmersos de lleno en el otoño, en este martes gris de llovizna, una buena lectura para esos ratos de té y manta en el sofá.



Caballero de la orden de los Finnegans, José Antonio Garriga Vela (Barcelona, 1954), no es un narrador de éxito, entendiéndose como tal aparecer en la lista de los más vendidos. Y quizá esto precisamente nos hable de su calidad literaria. Este escritor catalán, licenciado en Derecho y afincado en Málaga debutó como novelista con Una visión del jardín (1985), si bien el verdadero reconocimiento le llegó con Muntaner, 38 (Premio Jaén de Novela 1996). Con El vendedor de rosas (2000) fue comparado por algunos críticos con Paul Auster, por el desasosiego y extrañamiento de sus personajes. Su cuarta novela, Los que no están, ganó el Premio Alonso García-Ramos de Novela 2001, historia en la que ya ahonda en los tortuosos caminos de la memoria. En 2009 obtuvo el Premio Dulce Chacón a la mejor novela publicada en lengua española en 2008 por Pacífico. Además, ha escrito algunos libros de cuentos, como El anorak de Picasso (2010) y también varias obras de teatro, Formas de la huida (1989), por ejemplo. No es prolífico este autor, posiblemente debido a su interés por hilar fino y hacer corresponder cada pensamiento con cada palabra escrita, con cada personaje proyectado de su pluma. 

En cuanto a su última novela, El cuarto de las estrellas, ha sido galardonada con el Premio Café Gijón 2013. Una historia que parte de un episodio personal del autor, un mareo que le hizo caer, se golpeó en la sien y cuando despertó no recordaba nada del presente ni del pasado reciente, ni siquiera que estaba escribiendo una novela. Así, el protagonista, realiza una vuelta atrás en el tiempo, regresando al pueblo de su infancia, La Araña, para escribir la historia familiar. Poco a poco se van desvelando los secretos de su familia desde los años de posguerra hasta los setenta, cuando el padre compra un billete de lotería de Navidad, que resulta premiado con el Gordo y por fin pueden realizar el viaje soñado por el progenitor a Nueva York. Sin embargo, esta situación que debería de ser afortunada –el padre acaba de renunciar a su trabajo– supondrá el principio del fin. Para el protagonista, por su parte, este tiempo recluido en la antigua casa de su infancia, conformará el proceso de reconstrucción de la propia identidad. El hilo conductor de la historia será el amigo común de sus padres, Javier Cisneros, cuya muerte supone el inicio de la caída en picado del padre, de la relación matrimonial, como si esta fuera el detonante que hace saltar los silencios reprimidos y una cotidianeidad forzada. 

Este excelente relato, construido con materiales sencillos, pues la historia gira sobre sí misma a partir de unos pilares asentados desde el principio, consigue sin embargo explorar acertadamente los recovecos de la intimidad y convertir la literatura, a través de sus páginas, en una forma de conocimiento. Garriga Vela continúa en la línea de sus obras anteriores, en las que la memoria y el recuerdo son protagonistas. En forma de espiral, el lector es llevado hacia atrás continuamente para descubrir algo más de la historia, lo que en realidad le encamina hacia adelante. Finalmente, el círculo se cierra y todo cobra sentido. La indagación del protagonista sobre las extrañas relaciones entre los otros personajes, sus padres, el Comunista, el Polaco, el propio Cisneros, así como la influencia subyacente de la cementera Goliat, le llevan a una comprensión del pasado que solo desde la edad adulta puede alcanzar, pues su mirada infantil le impedía desentrañar el verdadero significado de esos recuerdos. Descubre así la desdicha y la culpa de sus padres por el pasado, la identificación de él mismo con su padre –alcanzada la edad que él tenía cuando sucedieron los hechos– y finalmente la reconstrucción de su propia personalidad. Lo que busca en realidad el protagonista es precisamente eso, explicarse a sí mismo, hasta el punto de que en algún momento siente haber usurpado la identidad de sus padres, al introducirse de lleno en sus secretos y desvelar sus más íntimas inquietudes y anhelos. Se trata de rehacer esas vidas en el pasado para dar sentido a la suya presente. Lo cual entronca con la preocupación constante del autor por la memoria, el pasado y el olvido. “Sin memoria no somos nada”, dice el protagonista. Y es que la memoria no solo preserva el recuerdo de las cosas que ya no están, sino que además es fundamental para la construcción del yo. Este motivo manejado habitualmente por Garriga Vela de una forma casi confesional, cobra en El cuarto de las estrellas un tono más ficcional, sea real o aparente, demostrando la madurez literaria alcanzada. Siendo el tema principal la memoria, por otra parte no se deben obviar el tratamiento de otros motivos como las relaciones amorosas y familiares, o cómo afecta a las personas un contexto asfixiante e incluso opresor. 

No es casual, efectivamente, la ambientación de la novela en el pueblo de La Araña, un pueblo aislado, sometido por la omnipresencia de la cementera, que nos introduce en un ambiente hosco, claustrofóbico, invisible para los demás. Como el resto de escenarios de la novela, desde el bar del Comunista, al que se accede por un pasadizo bajo tierra, hasta el claroscuro estanco de Cisneros, acabando en el sótano de la casa de este, donde se ubica ese cuarto de las estrellas que da título a la novela. Un lugar que entierra, literalmente, muchos de los secretos de la familia y que se relaciona con la afición compartida por el niño protagonista y Javier por el cine y los actores que interpretaban las películas que veían juntos.

Esta inusual novela, de gran calidad expresiva, muestra una forma de escribir intimista y sencilla, pero a la vez llena de potentes metáforas –impactante el uso metafórico que hace el autor a lo largo de la historia del funambulista Philippe Petit haciendo equilibrio en una cuerda entre las Torres Gemelas–, mezcolanza que dota su relato de notas de realidad y de ficción. El misterio es un ingrediente que se desliza sutilmente por los recovecos del argumento, de manera que lo que parecía en principio tan sencillo está realmente elaborado y engarzado de forma magistral. La información se va dosificando y relacionando para dar lugar a una atenta composición, en la que destacan, asimismo, el cuidado de los detalles y el manejo de las alusiones. No en vano, Garriga Vela es un buen contador de cuentos.

Un autor, un relato, que requiere de lectores avezados para descubrir y disfrutar de su verdadera altura literaria.

¡Feliz lectura!

CDR

lunes, 5 de octubre de 2015

SOY MAMI: MARCOS

Hace un año no pude escribir porque tenía entre mis brazos a un niño recién nacido y porque mi estado anímico y físico tampoco me lo permitían.

No pude escribir y describir la oleada de sentimientos que me invadía, las sensaciones que se inauguraban para mí, los cambios que se empezaban a producir y de los que aún no tenía plena conciencia. En alguna entrada hablé aquí al respecto, pero la verdad es que echo de menos no tener constancia escrita de aquellos días, que no volverán -como cada día de nuestras vidas-, tan intensos y tan importantes.

Hoy, un año después del nacimiento de Marcos, inmersa de pleno en el trabajo, igualmente no puedo escribir todo lo que me gustaría, casi nada, la verdad. Hoy es un niño de doce meses, activo, inquieto, despierto y curioso el que me impide sentarme tranquila a reflexionar sobre lo que sigue ocurriendo en mi interior, es tan fuerte que a veces me deja sin respiración, es inexplicable lo que supone para mí ser su mamá. No dudo que será lo mismo que cada madre siente hacia su hijo o hija, hacia cada uno de ellos. Pero para mí es inédito, era impensable hace unos años cuando ser madre no formaba parte de mis preferencias. Y hoy es lo primero, no lo único, pero sí lo más importante.

Hoy mi vida va a otro ritmo, porque Marcos no tiene prisa, él afortunadamente no entiende de obligaciones, ni de horarios, ni de lo que viene bien o no ahora o luego, ni de lo que es políticamente correcto. Él solo quiere descubrir, tocar, morder, mirar, subir, bajar, reptar, gatear, dar pasitos, balbucear, aprender. Se me ensancha el corazón cada vez que sus ojos limpios se sorprenden de las cosas más insignificantes y consabidas para nosotros, los adultos. Qué bonito vivir en el asombro. Ojalá pueda seguir así mucho tiempo. Lástima que no, dirán, y yo digo que lástima que no seamos capaces de conservar esa capacidad, la de admirarnos por las cosas pequeñas, disfrutar sin complejos, ser como verdaderamente somos, dejar a veces lo que debemos hacer y recordarnos lo que de verdad queremos hacer, reírnos, llorar, expresarnos... cuidar y conservar siempre al niño que llevamos dentro. Pero en todo caso, si no esto, al menos dejar a los niños que lo sean mientras lo son, alimentar sus ilusiones, no obligarlos a crecer, a someterse a reglas de adultos sin sentido. Ya tendrán tiempo para eso.

Y el tiempo pasa rápido, hoy Marcos tiene un año y parece que fue ayer cuando era un bebé pequeñito y frágil. Es algo que acuso más desde que soy mamá, cómo vuelan los días y los meses, y los años. No quiero que crezca, o mejor dicho, sí, quiero que crezca, sano y fuerte, y despacio, a su ritmo y no al nuestro, que sea un niño, que juegue, que se ensucie, que grite en lugares donde no se puede gritar, que vaya descalzo, que corra, que trepe, que coma con los dedos... que sea feliz y que siga siéndolo a pesar de crecer.

Y es ahora cuando tiene que estar a mi lado, dormir conmigo, entre mis brazos, refugiarse en mi pecho, llorar si me voy, sonreír cuando llego, porque ahora es cuando más me necesita. Después, ya se alejará solo, ya rechazará mis besos, ya no querrá compartir su espacio conmigo... o tal vez sí, si ahora le dejo hacerlo. Eso ya llegará, ya veremos qué ocurre, pero mientras tanto, sigo disfrutando de mi pequeño Marcos, comiéndomelo a besos, te quiero te quiero te quiero te quiero...



CDR